Cuántas
veces me he encontrado en esta misma situación. Ávida de escribir,
repitiéndome las razones por las que no soy capaz de hacerlo y evitando
la pantalla en blanco. Cualquier cosa para distraerme. La
procrastinación como credo único. Postergar como nuevo mantra.
Cuántas noches me he esquivado a mí misma. Antes: la cocaína, la fiesta, la posibilidad de una noche infinita- luego vino el saber decir no.
Cuántas
veces he anunciado en las redes sociales que volvía a trabajar, a
teclear frente a la pantalla blanquecina de madrugada. Cuántas veces.
Y
sin embargo, ahora las razones son completamente distintas. He pasado
los últimos meses cambiando pañales, dando el pecho, mirando hipnotizada
las manos, la sonrisa, la mirada, la naricilla. Intentando dormir,
y volviendo a empezar el ciclo de nuevo. Me miro en el espejo y no me
reconozco [palabras escritas en un poema viejo, de 2010; cómo
iba a saber lo que me faltaba por cambiar, lo que me faltaba por envejecer),
me miro y veo que he perdido los mofletes, que tengo ojeras, que me han
brotado un puñado de arrugas de golpe, que me ha crecido la nariz (no
os riáis; estoy segura de que con el embarazo me ha crecido la nariz),
que estoy más flaca, que empiezan a salir las canas.
No
me malinterpreteis: salí del paritorio con un subidón de adrenalina que
me duró varios días, o varias semanas; F es más buena de lo que hubiera
podido imaginar y ahí donde otros bebés lloraban, F sonreía; tengo a mi
lado un compañero que no podría ser más ideal ni aunque lo intentara; la temida
depresión postnatal no se asomó a mi ventana y de hecho hubiera podido
pasearme cantando y brincando desde que F nació.
No me malinterpreteis.
Soy feliz.
Es sólo que he tardado en volver AQUÍ.