La soledad del viajero es aquello que ocurre a veces, una fría mañana de diciembre, por ejemplo, cuando apenas ha amanecido y las despedidas pesan como sólo lo hacen las mochilas la noche antes de volver a casa. La soledad del viajero no tiene nada de extraordinario, ocurre a veces y se presenta como una suerte de melancolía extraña. A veces tiene forma de estación de bus abandonada, o de cuerpo infantil deformado por el polio, ese niño casi desnudo que come con las manos en la mesa de al lado. Unas veces la soledad viene en forma de hedor infinito, como también es infinito el agujero negro que corona cada uno de los aseos de cada una de las estaciones de bus algunas vidas. Otras veces toma la forma de capa de grasa sobre el mostrador vacío, o de cucaracha, o de cola de rata escapándose por la cloaca. La soledad del viajero no tiene nada de extraordinario y, de hecho, se parece mucho a la cola de rata: no se sabe por dónde viene, y tampoco por dónde se va. A veces es mejor no preguntar.
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