La joven recorre el pasillo de su casa arrastrando los pies. Dos lagrimones se deslizan lentamente por sus mejillas. La niña se los seca con el reverso de la mano, pero esas pesadas gotas saladas siguen acariciándole el rostro. La niña se detiene enfrente de una gran puerta de madera oscura y llama con los nudillos. La madre contesta: -¿Sí?- La niña pasa, sorbiéndose los mocos y sintiendo cómo comienzan de nuevo esos incontrolables sollozos que brotan de dentro, muy adentro. La madre se alarma. Se levanta con esa velocidad que caracteriza a los progenitores cuando creen que sus hijos pueden correr el más mínimo peligro. La agarra de los hombros y, sacudiéndoselos para levantarle la cabeza, pregunta alarmada: -¿Qué pasa? La hija, desconsolada, llora más que nunca. El desconcierto puede ahora con la madre y la sacude de nuevo, esta vez con más fuerza. -Pero, ¿qué pasa?-repite, ansiosa. La niña alza los grandes ojos rojos y, entre sollozos, responde en un único lamento desgarrador:
-¡Platero ha muerto!
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