Recuerdos de infancia


La joven recorre el pasillo de su casa arrastrando los pies. Dos lagrimones se deslizan lentamente por sus mejillas. La niña se los seca con el reverso de la mano, pero esas pesadas gotas saladas siguen acariciándole el rostro. La niña se detiene enfrente de una gran puerta de madera oscura y llama con los nudillos. La madre contesta: -¿Sí?- La niña pasa, sorbiéndose los mocos y sintiendo cómo comienzan de nuevo esos incontrolables sollozos que brotan de dentro, muy adentro. La madre se alarma. Se levanta con esa velocidad que caracteriza a los progenitores cuando creen que sus hijos pueden correr el más mínimo peligro. La agarra de los hombros y, sacudiéndoselos para levantarle la cabeza, pregunta alarmada: -¿Qué pasa? La hija, desconsolada, llora más que nunca. El desconcierto puede ahora con la madre y la sacude de nuevo, esta vez con más fuerza. -Pero, ¿qué pasa?-repite, ansiosa. La niña alza los grandes ojos rojos y, entre sollozos, responde en un único lamento desgarrador:


-¡Platero ha muerto!


Vraiment, je ne voulait pas écrire

Hay mil razones para escribir (y desde luego muchas más para no hacerlo) pero sé que escribo para no meterme un tiro en la boca, o quizás porque no sabría meterme un tiro en la boca y ésta es mi única y cobarde manera de vivir. Quizás porque como dijo el poeta que dijo el narrador, porque sería mucho peor si no lo hiciese.
Frente a la luz blanquecina del ordenador me doy cuenta de que no quiero tus caricias, no me interesan tus orgasmos. Te he pedido de nuevo que me dejes sola esta noche pero no he tenido el valor de decirte que es para garabatear unos versos que me entusiasmarán esta noche y que mañana me dejarán indiferente. Lo reconozco, vuelvo a casa sola esta noche para embadurnarme de lodo. La escritura: mis aspirinas del exilio*.
(*verso de Andreu Vidal, algún día leído y nunca más encontrado)