la ciudad

cuando tenía catorce años, me enamoré por primera vez. no fue un amor correspondido ni duradero, lo cual significa que, para aquella etapa de la vida, fue un amor bastante común.


De pequeñas, y como consecuencia de nuestro origen británico, mi hermana y yo veraneábamos en un pequeño pueblo costero de Inglaterra llamado Blackpool que contaba con un parque temático enorme (que tardaría todavía en llegar a España) lleno de montañas rusas que ostentaban récords guiness, además de atracciones que llevaban -algunas- más de cincuenta años causando vértigos y mareos.
En una de estas incursiones en las que Mummy nos dejaba merodear unas horas por el parque a solas, decidimos comprar un helado. cuando vi la cara del chico que los servía, recuerdo que me quedé anonadada. era la cosa más bonita que había visto en mis eternas catorce primaveras. en ese mismo instante comprendí algo que me era del todo irrevocable: estaba enamorada. cuando me preguntó con un marcado acento español si la camiseta que llevaba era de Raúl (el jugador del Madrid que tanto me entusiasmaba en esa época) balbuceé algunas palabras incomprensibles, dándole a entender que nosotras también éramos españolas y que podíamos proseguir en ese idioma. no me acuerdo de qué hablamos esos -de nuevo eternos- quince minutos, antes de que llegara el próximo cliente, pero sí me acuerdo de que quedamos en pasarnos más tarde, cuando acabase la jornada, para dar una vuelta juntos. mi corazón brincaba de alegría y en mi boca perduraba el regusto de un helado o -no estaba segura todavía-  el regusto del amor.
La-bella-historia-de-amor-que-pudo-haber-sido se tornó, sin embargo, en tragedia. al reencontrarnos con mi madre, ésta nos dijo que de ninguna manera podíamos volver al parque porque se había hecho tarde y, además, era la hora de marcharse. recuerdo las lágrimas que se deslizaban silenciosas por mis mejillas y el balanceo del coche de vuelta a casa. recuerdo el convencimiento absoluto de que acababa de enamorarme y de que nunca más volvería a verle. 
Cuando finalizamos el viaje y volvimos a España decidí escribirle. pero no tenía sus señas, su nombre, nada. así que esto fue lo que escribí en el sobre: 
To:
The Spanish man working in the ice-cream and refreshments place 
in between the Pepsi Max and the Space Mountain
Blackpool Pleasure Beach 
16, St Bedes Av. 
Blackpool
England

From:
The Raul T-Shirt Girl. 

Lo único que encontré dentro de la carta que me contestó fue un poema de Kavafis. Entonces yo apenas sabía lo que era la poesía, y desconocía por completo a aquel hombre de nombre raro que hablaba de una ciudad. Este poema, que para mí ha estado envuelto siempre de un halo de magia y coincidencias, ha resultado ser, al final, muy premonitorio. aunque ese primer amor se quedara en el espejismo de una carta correspondida, pero a la vez, la realidad más dolorosa, porque no hubo nunca más respuestas.... de esa época y de esos anhelos preadolescentes conservo, todavía, la impresión que me produjo La Ciudad: 

Dices: "Iré a otra tierra, hacia otro mar
y una ciudad mejor con certeza hallaré.
Pues cada esfuerzo mío está aquí condenado,
Y muere mi corazón
lo mismo que mis pensamientos en esta desolada languidez.
Donde vuelvo los ojos sólo veo
las oscuras ruinas de mi vida
y los muchos años que aquí pasé o destruí".


No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.
Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques -no la hay-
ni caminos ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste
la has destruido en toda la tierra.
Konstantinos Kavafis

3 comentarios:

Anónimo dijo...

I'm speechless

Annalisa Marí dijo...

which is probably more than one could ever say at all. xxxx

La Maga dijo...

Aquella noche el mar no tuvo sueño.
Cansado de contar, siempre contar a tantas olas,
quiso vivir hacia lo lejos,
donde supiera alguien de su color amargo.

Con una voz insomne decía cosas vagas,
barcos entrelazados dulcemente
en un fondo de noche,
o cuerpos siempre pálidos, con su traje de olvido
viajando hacia nada.

Cantaba tempestades, estruendos desbocados
bajo cielos con sombra,
como la sombra misma,
como la sombra siempre
rencorosa de pájaros estrellas.

Su voz atravesando luces, lluvia, frío,
alcanzaba ciudades elevadas a nubes,
cielo Sereno, Colorado, Glaciar del infierno,
todas puras de nieve o de astros caídos
en sus manos de tierra.

Mas el mar se cansaba de esperar las ciudades.
Allí su amor tan sólo era un pretexto vago
con sonrisa de antaño,
ignorado de todos.

Y con sueño de nuevo se volvió lentamente
adonde nadie
sabe de nadie.
Adonde acaba el mundo.

Luis Cernunda